Sus manos curtidas por el frío y el trabajo duro sortean las ramas de acebo que están sobre la mesa de madera. El color rojo de los frutos del arbusto desentonan con el gris de la estampa, al que solo le hace sombra del decorado navideño dominante. Cuatro o cinco hojas del acebo conforman un ramo que, una vez unido, se expone en el puesto improvisado junto al ya conocido muérdago.
Las manos de Juan llevan 50 años preparando estos ramos en el mercado navideño de la Plaza Mayor de Madrid. Este puesto, heredado de sus padres, es uno más de los que se exhibe por estas fechas en este lugar altamente transitado por turistas y locales. “La Plaza ha cambiado bastante”, asevera mientras termina de confeccionar otro ramo. El vendedor, mientras atiende a una joven pareja que decide comprar un muérdago, recuerda con añoranza una época de bonanza para los feriantes: “Aquí se vendían árboles de cuatro y cinco metros de altura”.
Explica con sensatez lo complejo que es el trabajo en esta campaña navideña: “La jornada comienza a las siete de la mañana y se alarga hasta las once de la noche”. Quizás, ese sea uno de los motivos por los que sus hijos no quieran continuar con esta tradición familiar y no les guste mucho oír hablar de la Plaza Mayor.
En estas fechas, el lugar se convierte en un escenario muy recurrente para cualquiera que se encuentre cerca de Madrid. La plaza se abarrota de casetas en las que puedes encontrar cualquier cosa relacionada con la Navidad.
En el otro extremo de esta empedrada y abarrotada plaza, el ambiente está dominado por un peculiar sonido que proviene de una especie de ruleta improvisada. Cada vez que esta gira, emite un sonido parecido al de un timbre. “Es un barquillero”, asevera Fernando que, ataviado con chaleco gris y una boina, interpela a los transeúntes para que compren los típicos barquillos madrileños.
Fernando, que lleva 16 años vendiendo estas galletas en la Plaza Mayor, es miembro de otro oficio que se ha traspasado de generación en generación. La empresa familiar que ahora pertenece a José Luis Cañas, fue antes de su padre, Julián Cañas.
En medio de estas dos historias, encontramos más de cien casetas, todas ellas abarrotadas de gente. A pesar de la globalización dominante en la capital, estas semanas, los puestos de este entrañable lugar, ante la atenta mirada Felipe III y su caballo, reivindican tradiciones que han pasado por muchas generaciones.