Según la Plataforma del Voluntariado de España, en diciembre de 2021, había alrededor de 2,7 millones de personas que hacían voluntariado en España. Una de ellas era Dácil Infante, quien empezó como voluntaria en la sede de Cruz Roja en San Isidro en junio del año pasado, donde permaneció un año. Según sus propias palabras, comenzó dicha experiencia para «probar y ver la otra cara del mundo». Durante este período, pudo participar en el rescate de algunas pateras que llegaron a la Isla, ayudar a mujeres migrantes a insertarse en la sociedad y a las personas en riesgo de exclusión social sin hogar.
¿Qué hacía en Cruz Roja? «Empecé en verano del año pasado, en la sede de la Cruz Roja de San Isidro. Estaba en tres proyectos distintos: la Unidad Móvil de Emergencia e Inclusión Social (UMES), un taller de ayuda a mujeres migrantes y también participé en rescates de pateras».
¿En qué consistían los rescates de las pateras? «Les dábamos soporte a las personas que llegasen una vez estuviesen en tierra firme. No podíamos tirarnos al mar ni intentar ayudarlas de ningún modo antes porque era muy peligroso. Lo primero que hacíamos era montar carpas y dividir a las personas en hombres, mujeres y menores. Luego recogíamos sus datos, les pedíamos que se desnudaran y les entregábamos ropa limpia, comida y bebida caliente. Por último, tenían una pulsera con sus datos y una bolsa con sus pertenencias. A partir de ahí se encargaba la Policía».
«La carga de trabajo era principalmente psicológica»
Según los datos del Ministerio del Interior, Canarias es, con diferencia, la zona de España a la que llegan más personas desplazadas ¿En cuántos rescates ha participado? «Unos nueve rescates. Es cierto que suelen llegar más migrantes al Archipiélago que al resto del país, pero este año apenas han llegado cayucos a Tenerife. Están llegando, sobre todo, a Gran Canaria y Fuerteventura. Además, estas personas no se suelen quedar en las Islas. Llegan tantas pateras porque hay una ruta hacia Canarias que es la más fácil para salir de sus países. El problema es que dicho trayecto es muy arriesgado. Se le conoce como ‘La ruta de la muerte'».
¿Suponía una gran carga de trabajo? «La carga de trabajo era principalmente psicológica. Hubo varias ocasiones en las que me eché a llorar. De hecho, Cruz Roja nos advertía que si nos sentíamos mal debíamos abandonar el proyecto porque la gente que llegaba no podía vernos así. Sin embargo, era muy duro porque muchas personas llegaban muertas o morían al llegar. En cualquier momento la patera podía volcar o sus cabezas golpear contra el muro del muelle al llegar. Cuando chocaban contra la pared, todas las personas que estábamos ahí oíamos el sonido. Era casi imposible seguir como si nada después de presenciar algo así».
«Me hervía la sangre ver cómo les trataba la Policía»
¿Cómo se sentía en los rescates? «El problema es que nos cogió en medio de la pandemia. Por la parte física era muy agotador porque me tenía que poner rodilleras, un EPI, gafas de buceo y mascarilla. Hacía muchísimo calor. Emocionalmente, me hacía valorar las cosas que tenía. Volvía a casa dando gracias por no tener que pasar ese infierno. También sentía pena. Me preguntaba qué tan dura debía ser su vida para pensar que arriesgarse a morir era una mejor opción. Además, está el tema del trato que les daban las fuerzas del orden. Me hervía la sangre ver cómo les trataba la Policía».
¿Vio alguna forma de maltrato policial? «Sí. En general trataban muy mal a estas personas. Nada más llegar, la Policía empezaba a preguntarles quién era su patrón de forma insistente delante de todo el mundo, aunque fuese obvio que, en caso de ser víctimas de algún tipo de trata, estas personas no iban a decir quién estaba detrás de todo delante de decenas de gente desconocida. Incluso vi cómo pegaban a alguien».
¿Y no podía hacer nada? «Desde Cruz Roja no lo podíamos permitir. Si veíamos eso debíamos informar a la jefatura de equipo. Al final, no se hacía nada por falta de pruebas. Solo podíamos evitar un mal mayor en el momento, pero no teníamos ni idea de cómo maltratarían a esas personas cuando nadie les viese».
¿Por qué consideraban que no había pruebas si había decenas de personas en la playa? «No estaban todas juntas en el mismo sitio. Por ejemplo, imagínate que se montaban tres carpas: una para atender a la gente que venía enferma, otra para cambiarse y alguna más. Cuando estos hombres y mujeres iban a tirar su ropa mojada a la basura estaban totalmente indefensos, por ello, procurábamos que se cambiaran en la mayor intimidad posible. En realidad, solo había dos o tres testigos como mucho».
«Aunque estuviesen en la calle, si cobraban un subsidio no les podíamos dar comida»
Según la Agencia Tributaria, en 2019 Arona, San Miguel y Granadilla se encontraban entre los cuarenta municipios más pobres del archipiélago. ¿Cómo era la labor repartiendo comida? «Era más fácil. Debías hacerte a la idea de que podías encontrar gente problemática o agresiva. La UMES consistía en repartir alimentos todos los días a personas sin techo de varios puntos del sur de Tenerife. El aeropuerto nos solía ayudar dándonos la comida que no vendían. A cada persona le dábamos dos tuppers, uno de almuerzo y otro de cena, con agua, zumo o fruta. Les llevábamos medicinas a quienes tuviesen receta. Incluso a las mujeres les entregábamos compresas y tampones. Además, íbamos con especialistas de la medicina. Si alguien tenía síntomas de COVID-19 llamábamos al 112″.
¿Les pasaba a menudo encontrarse con una persona agresiva? ¿Qué ocurría en esos casos? «Nos pasaba a diario. Había gente que pedía más comida de las que le ofrecíamos de forma muy agresiva. No podíamos hacer eso porque la cantidad de alimento iba contada para las personas que estaban allí. Si alguien se pasaba de la raya, le advertíamos que lo notificaríamos y no recibiría más comida».
Varios municipios ofrecen ayudas para facilitar la adquisición de alimentos a personas en riesgo de exclusión social. ¿Cómo hacían para evitar que alguien recibiese las dos ayudas? «Para poder recibir víveres de Cruz Roja no basta con estar en la calle. Debes apuntarte. Siempre venía una persona que no estaba apuntada. La ayudábamos dándole comida que había sobrado y le explicábamos qué tenía que hacer para pedir cita con una trabajadora social de la Organización y obtener la documentación. Si cobraban un subsidio no les podíamos dar alimentos porque había quien no tenía nada».
«Era duro hacerse a la idea de que después de unas semanas no se fueran a ver»
¿En qué consiste el proyecto de mujeres migrantes? «En el proyecto se ayudaba a mujeres migrantes en riesgo de exclusión social que huían de sus maltratadores, tenían hijos o hijas o que venían en cayucos. Lo primero que hacíamos era hacerles la PCR y luego veíamos qué necesitaban: si requerían atención médica o psicológica, si debían arreglar algunos papeles, etc. Asimismo, hacíamos talleres en los que les enseñábamos español, hacíamos excursiones, les ayudábamos con la compra…».
¿Iba mucha gente al proyecto? ¿La barrera lingüística era un gran problema? «No, la verdad. Podían ser una decena. También es que el centro de San Isidro es bastante pequeño. En una patera podían venir cuarenta mujeres, pero no iban todas al mismo sitio. La Policía y Cruz Roja se encargaban de distribuirlas atendiendo también a su situación. El idioma no fue un gran problema porque nos comunicábamos por señas y teníamos una lista de palabras en su idioma».
¿Este trabajo en el que ayudabas a mujeres migrantes también era agotador emocionalmente? «Era agotador cuando se iban. Era imposible no cogerles cariño a ellas y a sus hijos e hijas. Era bastante duro hacerte a la idea de que después de unas semanas era muy probable que no se vuelvan a ver».
¿Se ha reencontrado con alguna persona a la que ha ayudado? «Yo no, pero una compañera sí. Había una mujer que intentó ayudar por todos los medios y después de un tiempo se reencontraron en un supermercado. La mujer se puso a gritarle agradeciéndole su labor, puesto que para ella fue una segunda madre por todo lo que la ayudó. Aun así, es muy difícil que pase. Muchas personas que llegan acaban en la Península, la tienen idealizada».
«Como sociedad ignoramos muchas cosas sobre la financiación del rescate de pateras»
¿Le gustó trabajar ahí o fue muy estresante? «Sí, me gustó. Ahora mismo tengo otras prioridades como mi carrera, pero no descarto volver. La experiencia me hizo ver la vida de otra forma. Por ejemplo, con el tema de la comida, había gente muy agresiva, pero también muy sana y limpia. Había incluso personas de cincuenta o sesenta años que me decían que habían trabajado siempre y que sus familias desconocían que ahora estaban en la calle».
Por último, ¿tenía prejuicios sobre las personas migrantes y en riesgo de exclusión social? ¿Dedicarse al voluntariado le ayudó a derribarlos? «Sí, me ayudó a derribar algunos prejuicios. Creo que, como sociedad, ignoramos muchas cosas sobre cómo se financia el rescate de cayucos. Te das cuenta de la presión que tienen encima. Nada más llegar, sus familias les piden dinero. Se supone que la persona que llega aquí es la que está más capacitada para conseguir trabajo y debe enviar dinero a sus familias para que puedan mejorar sus vidas. Tienen un peso enorme sobre sus hombros».