La primera vez que vi la película Fight Club (David Fincher, 1999) no tenía palabras para expresar lo que sentía. Acababa de ver uno de los espectáculos más intensos y violentos que jamás hayan pasado por la gran pantalla. Fight Club es más que una película, es una explosión de culpa que te salpica por todo lo alto, mientras te pregunta: ¿Estás contento con tu estilo de vida? ¿Y con lo que haces? Y se marcha, dejándote solo, con una pregunta que pocos saben responder. Esa es la base de Fight Club.
La película nos presenta al narrador (Edward Norton) y su remoto y rutinario estilo de vida: trabajo por el día, insomnio y soledad por la noche, unido a un enganche a las redes de consumismo. En ese clima, el protagonista comienza a asistir a grupos de rehabilitación en busca de su zona de confort. Allí conoce a la tentadora Marla Singer (Helena Bonham Carter), una mujer aparentemente idéntica a él, y con la que completa parte de su vida. Pero no termina de aclararse hasta que conoce al antisistema Tyler Durden (encarnado por Brad Pitt), alguien atractivo para el narrador que trata de acabar con su aburrida vida y comenzar una llena de emociones.
Con esta base, un par de puños y mucho jabón, levantan un club de lucha dirigido a todas aquellas personas deseosas de nuevas aventuras vitales que necesitan desahogarse mediante la violencia a modo de terapia que les proporciona placer, dándoles la oportunidad de ser ellos mismos.
Fight Club se configura como una película realista y provocadora, repleta de magníficas actuaciones y diálogos.