Cada cierto tiempo, la fina cortina de tierra sacude las tabaibas peladas; una capa de polvo cubre el capó de los coches, los alféizares de las ventanas, las liñas de ropa de las azoteas… Tres mil kilómetros de mar separan las islas Canarias de la costa africana, de nuestro continente. Sin embargo, de él no nos llegan más noticias que la calima, una incómoda acumulación de partículas en suspensión que carga la atmósfera. Entremezcladas con la arena, arriban a nuestras playas canciones de nombres que aún no sabemos pronunciar. La historia de Mohamed Uld Embarek es una de ellas.
Cuando estalló la Guerra Civil, Porfirio Mesa empezó a trabajar en una galería. Había nacido siete años antes, hijo de unos padres que no lo querían. Al anunciarle a su madre que no traería más el jornal a casa porque estaba apunto de contraer matrimonio, lo dejaron en la calle sin más compañía que una valija desvencijada. Entre tanto, no faltó un solo día a trabajar en la mina, pero no fue fácil: vivía en una cueva y se bañaba en el mar.
Salitre y plátano frito
Los duros que ahorró antes de casarse se acabaron muy pronto. La España de posguerra lo empujó a probar fortuna en el lugar donde otros tantos canarios hallaron el éxito: Venezuela. Así, trabajó en una gasolinera al borde de la selva hasta que se vio obligado a huir cuando unos indígenas mataron a su patrón por haber raptado a una muchacha. Sin siquiera percatarse, cruzó descalzo la frontera con Colombia, donde fue deportado a Caracas. De nuevo en la capital, trabajó para múltiples empresarios, a veces extranjeros y otras veces compatriotas, pero siempre explotadores. La hepatitis, no obstante, le afligió hasta hacerle perder su trabajo y, por poco, la vida.
Cuando a su mujer le llegaron noticias del famélico estado en que se encontraba, no lo dudó un instante: pidió un préstamo al párroco del pueblo y se embarcó para traerlo de vuelta. Aunque luego habría de devolver aquel dinero a un altísimo interés, solo cuando subió al navío se dio cuenta de que el billete no cubría más que el viaje de ida, que no incluía la comida ni el camarote. Durante ese tiempo, y según les contó una y otra vez a sus hijas en un alarde de realismo mágico, Mesa llegó a comer plátano frito en aceite de coche. El rescate de su mujer fue su salvoconducto de regreso a la vida.
«Lo que más sorprendió a mi padre en su primer viaje a El Aaiún fueron los paisajes de arena y la brevedad del camino»
Tras un año de sangre y esfuerzo, Porfirio Mesa y su esposa pudieron reencontrarse con sus hijas, que habían dejado a cargo de la abuela en Tenerife. Sin embargo, de regreso en su tierra natal, Mesa se dio cuenta de que el mar, símbolo de libertad para tantos, de pronto se había convertido en su cárcel. Tenerife era un mundo en miniatura, un aperitivo para alguien que casi se había zampado las Américas. Al cabo de poco tiempo, se enteró de que una avioneta estaba a punto de partir hacia El Aaiún, en el Sáhara, y, aunque jamás había conocido el desierto, decidió pedirle la revancha al destino, pero esta vez, en un continente mucho más cercano. Si algo le sorprendió de su viaje, además del paisaje de arena interminable, fue un detalle que, por nimio, se nos pasa inadvertido al resto: la brevedad del camino.
Pero, una vez en su destino, no fue bien recibido. El Sáhara era por entonces una colonia española, reconvertida más tarde en provincia a efectos burocráticos. Por eso, él, un civil, no era visto con buenos ojos por los militares peninsulares ni por los ingenieros de misiones, que trazaron una gruesa línea clasista en su esfera social. Hubo alguien, en cambio, que lo acogió sin ningún cuestionamiento: el pueblo saharaui.
Bautizo del desierto
Un día, el chej o jefe de la tribu Mohamed Embarek le cogió de la mano y lo llevó a un lugar apartado de la jaima y le bautizó como Mohamed Uld Embarek, esto es, «Mohamed, hijo de Embarek». Un arafero sin patria, de pronto, se vio a sí mismo nacido de las entrañas de la tierra. Empezó a rezar como los musulmanes, a adoptar sus costumbres, a hablar el dialecto árabe del hassanía, a pastorear el rebaño de cabras y camellos que le había procurado su auténtico padre, a apreciar el té amargo, a leer las estrellas de la noche africana. Por ese entonces, Olga Jorge se había trasladado con él al Sáhara y disfrutaba de una vida feliz y acomodada. Eran los 70 y nació su quinta hija: Salka Uld Mohamed Embarek, una niña del desierto que pudo conocer la libertad de no haber sido por la guerra. Hoy es Olga Mesa y no cesa en su lucha.
Hasta su último día, Porfirio Mesa siguió contando las estrellas en hassanía en agradecimiento al pueblo que le dio la vida. Siempre fue, en todos los sentidos, un hombre de la tierra.
Contra alisio y marea
Todavía Olga Mesa se emociona al hablar de su padre, el que fuera el héroe de su vida. No obstante, su tono se ensombrece cuando llegamos a 1975. «Fue el año en que comenzó la invasión de Marruecos», sentencia. Y, aunque la guerra haya terminado, asegura, la lucha sigue en marcha: «La paz y la palabra es de lo que se han servido los saharauis para tratar de librarse del lastre de la ocupación marroquí y hacerse un hueco como pueblo, para que se reconozcan su idiosincrasia y sus costumbres propias». Sin embargo, aunque en España recae gran parte de la culpa, lo cierto es que nuestro país ha preferido mantenerse al margen.
«Aunque mis padres volvieron a Tenerife, estaban convencidos de que aquello no duraría mucho, de que se trataba de una simple estrategia militar», recuerda la hija de Mohamed Ulk Embarek, «luego supimos que muchos de los hermanos de mi padre, como él los llamaba, habían muerto acribillados en las calles de El Aaiún, bombardeados en el desierto que era su hogar o desnutridos y enfermos en los campos de refugiados; solo unos pocos lograron unirse al éxodo masivo de saharauis rumbo a la frontera con Argelia». Hoy, cuarenta años después, aún no se ha hecho justicia.